José Dionicio Vázquez Vázquez
Actualmente surcan el mar y sus continentes algo así como 400 líneas de cruceros por el mundo, que llevan en su interior a casi 230 millones de pasajeros casi cincuentones que ya tienen resuelta la vida (2018), para que disfruten de la calidez de El Caribe o el frío y las postales naturales de Alaska, entre otros destinos.
Desde 1930, donde arranca la competencia entre infraestructuras carreteras, la construcción de las mismas no ha cesado en México y con ello crecen el número de interjecciones a las que llamamos cruce-ros.
En la capital del estado de Tlaxcala y anexas, hay algunos cruceros como el que se encuentra a la altura del monumento (fallido) a la bandera, o el que cruza hacia la Procuraduría, la central camionera, Tlaxcala y Texoloc. En El Trébol hay otro, similar al de Chiautempan, donde cruza la carretera hacia Apizaco; el que entronca con dirección a Ocotlán-Chiautempan o el que entronca con dirección a la capital y Tizatlán.
Estas rutas llaman poderosamente la atención por quienes desafían los semáforos, vendiendo o limpiando parabrisas. En su mayoría son niños y algunas niñas.
Aquí se rompe el discurso sobre el desarrollo y similares. Cuando se perciben sus miradas que se cruzan con quienes los observan: personas que se dan la tarea de obsequiarles un poco de alimento y ropa en buen estado. Pasan de un estado de alerta —como su esperanza— de desconfianza, incredulidad a una de agradecimiento, y tal vez al final, una sonrisa.
Mientras navegan cientos de autos, en los ojos transparentes —donde basta asomarse un solo instante— se ven absolutamente todos sus sufrimientos: la necesidad de buscar sustento, el olvido de sus familias al migrar, o solamente la evasión de la realidad. Las manos lucen maltratadas por el detergente en polvo, al igual que los rostros curtidos por el sol.
La dureza de la mirada se siente contenida en cada movimiento de lo que saben hacer, y los tragos secos y amargos ante el desprecio o la negativa de una moneda de los navegantes de autos.
Limpia parabrisas, migrantes internos y externos, vendedores ambulantes e indigentes conviven en una plancha que arde como el mismo infierno en horas de tráfico incesante. Quien realiza sus actos circense pintado de color plata, fundido con el sol, transforma la seriedad en una sonrisa.
El señor de los confites (no de los anillos) comparte su alimento, mientras algunos conductores hacen una mueca inefable de desaprobación. Se acercan para ver qué reparten, una, dos, tres personas. Otra más pide una bolsa extra para su hija de unos cinco años.
Las miradas se convierten en una sola en algún punto, las posturas los son, casi idénticas cuando llega el momento ágape al sentarse a nutrir sus cuerpos cansados y riendo espontáneamente.
Entre tanto, algunos huelen la ropa regalada o la intercambian, cruzando miradas de complicidad infantil. Una imagen sintetiza la percepción: una persona adulta, con ropas raídas, barba, estructura esquelética y desplazándose con gran esfuerzo, se dirige a un auto estacionado, alzando su mano derecha e intenta limpiar una porción del parabrisas y la esponja, seca igual que él, se desliza casi invisiblemente, como si lo hiciera un fantasma.
De momento, cree escuchar algo y voltea rápidamente: sus ojos son dos fuentes cristalinas que ofrecen un paisaje en ocre, donde está latente, en alarma, la temida esperanza.
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